En la Edad Media, con su culto a la virginidad y su exaltación de la pureza, dejó de ver en la mujer un objeto de deseo, para convertirse en objeto de adoración. Simultáneamente, en una extraña dicotomía, se le consideraba aliada natural del Demonio, tentadora del varón virtuoso, con la irresistible tentación sensual de su cuerpo.
En esta época, predomina el amor
cortés, es decir, en la idealización del ser amado, el cual alcanza las más
altas virtudes que lo acercan a lo divino. La mujer representa
la imagen del amor cortés, ella está en el pensamiento del hombre, por la que
este se vuelve casto y se acerca a lo divino. Un ejemplo de esto es Beatriz, en la “Divina Comedia”,
ella es una abstracción, es la llave que acerca a Dante a lo divino, ella está siempre en
el pensamiento de Dante a través de su viaje por el
Infierno.
La mujer simboliza un camino, una
aspiración que arrebata al ser, lo hace delirar, acercándolo a Dios. Por otra
parte, el cuerpo en el amor cortés, se convierte en un impedimento para
alcanzar lo divino. Esto lo vemos representado en la obra de Rabelais, “Gargantúa y
Pantagruel”. En esta obra
lo vemos como el cuerpo simboliza
todos los vicios del hombre, que alejan a de lo divino. Dentro de la
sensualidad materialista de Garganta y Pantagruel, trasunta una cierta
desconfianza frente a la mujer, una falta de interés en lo realmente erótico,
que queda desplazado por la obscenidad y la grosería.
Platón separa el cuerpo del alma, es
por eso que para él, la idea del amor es espiritual. El amor es Cristo
como un elemento que le sirve al hombre para alcanzar su perfección.
Sin embargo, el amor terrenal volvió a
tomar su justo lugar en la Literatura: una pasión humana, ni divina ni
infernad. En el siglo XIV, Petrarca, en una nota autobiográfica, escribiría:
“En mi juventud soporté las torturas
de una pasión indomable, pero noble y única… Amé a una mujer cuyo espíritu,
ajeno a todo lo terrenal ansiaba sólo el Cielo; en cuyo rostro resplandecía el
fulgor de una divina belleza; cuya voz, cuya mirada, cuyo porte parecían
sobrenaturalmente bellos”.
En el siglo XVI nos lleva a las grandes llamaradas
amorosas que crearon genios como Pierre Ronsard o William Shakespeare, versos
en que el sentimiento amoroso aflora en toda su grandeza. Ya sean los lamentos
de Ronsard por la belleza de Marie, Cassandre, Hélène, Astrèe o Genèvre,
belleza juvenil que inevitablemente se marchitará, o los maravillosos
sonetos de Shakespearianos, concientes de que brindan inmortalidad a la amada,
representan una cumbre de
de la literatura amorosa que no ha sido sobrepasada.
El poema de amor, por otra parte, ha
aparecido en la historia de la literatura con una continuidad asombrosa. Los
complejos versos de amor metafísico del clérigo inglés John Donne serían seguidos por el ingenio
de Congreve, y, más tarde
aún, por el romanticismo de un Shelley: “Todo amor es dulce, entregado o
correspondido… El amor es tan común como la luz, pero su voz familiar jamás
cansa”. Y la voz familiar de la lírica aún no cansa: trátese de las “Rimas”, de
Bécquer, o de los “Veinte Poemas de Amor”, de Neruda, la poesía amorosa
prosigue su marcha triunfal en las literaturas de los países del mundo.
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